Revista Passport (Moscú), enero de 2011
Por Helen Womack
El colapso de la Unión Soviética creó una serie de «zonas calientes» de conflicto étnico. A finales de los 80 y principios de los 90, armenios cristianos y azeríes musulmanes se enfrentaron en una pequeña y desagradable guerra por el territorio montañoso de Nagorno-Karabaj. Cada uno de los bandos acusó a Occidente de parcialidad en favor de su enemigo. A los periodistas les resultaba difícil ser objetivos.
En febrero de 1992 se difundió la noticia de que algo terrible había sucedido en Joyalí, un asentamiento azerí en el territorio disputado, poblado mayoritariamente por armenios. Se decía que cientos de cadáveres azeríes estaban esparcidos por la ladera de una montaña nevada. ¿Eran bajas producidas en el campo de batalla? ¿O se trataba de una masacre?
Con un grupo de corresponsales de Moscú, volé a la ciudad fronteriza azerí de Agdam, a la que habían huido los refugiados de Joyalí. Llegamos a media noche, cansados, pero en lugar de llevarnos a los alojamientos, nuestros anfitriones azeríes nos llevaron directamente a la mezquita para examinar cuatro cadáveres mutilados.
A las tres de la mañana, no sabía qué pensar de todo aquello. Mi mente racional decía: «Cuatro cuerpos no equivalen a una masacre». Pero en lo más profundo de mi ser, estaba conmocionada. «Así que cuando estamos muertos, todos parecemos muñecos rotos», pensé. Entonces era joven y lo único que había visto de la muerte era el féretro cerrado de mi abuela en un rígido funeral inglés.
Al día siguiente, fuimos al cementerio, donde las mujeres azeríes se lamentaban sobre 75 tumbas recién cavadas. Siguiendo la tradición, se habían rascado las mejillas con sangre y producían un aullido agudo ritual. Las tumbas decoradas con muñecas eran las de jóvenes que iban a casarse, nos dijeron. Todavía había más cuerpos en la ladera de la montaña, esperando a ser recogidos.
Tuve que admitir que aquello empezaba a parecer una masacre.
En la estación de tren de Agdam, un tren se había convertido en un hospital improvisado, lleno de mujeres, niños y ancianos con heridas de bala. Los supervivientes hablaban sin cesar de cómo las fuerzas armenias habían atacado su ciudad, de cómo los civiles habían huido a los bosques, de cómo habían quedado atrapados en un camino en las montañas y les habían disparado indiscriminadamente.
«Se ha producido una terrible tragedia, pero el mundo guarda silencio», dijo el Dr. Eldar Sirazhev. «Occidente siempre ha apoyado al bando armenio porque cuentan con una extensa y elocuente diáspora».
Saqué mis conclusiones y presenté un informe en el que decía que, en esta ocasión, los azeríes habían sido efectivamente las víctimas. Otras veces, fue al revés. «Seis de uno y media docena de otro» (equivalente a la frase hecha popular «lo mismo da, que da lo mismo», en español), como solía decir mi madre sobre las peleas en el patio. Pero las víctimas de Joyalí eran musulmanas.
Cumplí con mi trabajo, volví a casa y me derrumbé. Algunos corresponsales se convierten en adictos a la guerra, pero yo tuve una especie de crisis nerviosa. Al haber visto la muerte de aquella manera, de repente me empezó a dar miedo todo. El alcohol me sirvió de ayuda, pero no de solución a largo plazo. La mediación fue una medicina mejor, que me permitió, en la madurez, abrazar la vida.